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Mártires de la fe, en la Guerra Civil española

«En diversas ocasiones he recordado la necesidad de custodiar la memoria de los mártires. Ellos son la prueba más elocuente de la verdad de la fe, que sabe dar un rostro humano incluso a la muerte más violenta, y manifiesta su belleza aun en medio de atroces padecimientos. Es preciso que las Iglesias particulares hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio». Así hablaba, en el año 2001, Juan Pablo II, en la beatificación del presbítero José Aparicio Sanz, y 232 compañeros mártires. Aunque registrados con nombres y apellidos hay 7.000, se calcula que la persecución religiosa durante la Guerra Civil española dió muerte a unas 10.000 personas, entre sacerdotes, religiosos y laicos. Muchos han sido beatificados, pero quedan aún muchos más, con sus procesos terminados, a la espera de ser beatificados en una gran ceremonia de la que es probable que pronto conozcamos la fecha.

Justo cuando se cumplían cincuenta años del comienzo de la Guerra Civil, en 1986, la Conferencia Episcopal Española publicaba la Instrucción pastoral Constructores de la paz. En ella, los obispos españoles afirmaban: «La misión pacificadora de la Iglesia nos mueve a decir una palabra de paz con ocasión de este aniversario. Tanto más, cuanto que las motivaciones religiosas estuvieron presentes en la división y enfrentamiento de los españoles. Los españoles necesitamos saber con serenidad lo que verdaderamente ocurrió en aquellos años de amargo recuerdo. Saber perdonar y saber olvidar son, además de una obligación cristiana, condición indispensable para un futuro de reconciliación y de paz. Aunque la Iglesia no pretende estar libre de todo error, quienes le reprochan el haberse alineado con una de las partes contendientes deben tener en cuenta la dureza de la persecución religiosa desatada en España desde 1931. Nada de esto, ni por una parte ni por otra, se debe repetir. Que el perdón y la magnanimidad sean el clima general de los nuevos tiempos. Recojamos todos la herencia de los que murieron por su fe, perdonando a quienes los mataron, y de cuantos ofrecieron sus vidas por un futuro de paz y de justicia para todos los españoles».

No existen cifras definitivas del número de personas, entre sacerdotes, religiosos y laicos, que murieron a partir del año 34 en España por profesar la fe católica, pero se calcula que fueron en torno a los 10.000, de los que al menos 7.000 han sido perfectamente identificados. La Iglesia los denomina mártires, que significa, en su acepción original, «toda persona que sufre o muere por amor a Dios, como testigo de su fe, y que muere perdonando y rezando por el verdugo, a imitación de Cristo en la Cruz», como explica el historiador Vicente Cárcel Ortí, quien hace una diferenciación clara entre mártir y víctima, que es «quien se arriesga por salvar a otros, o cualquier persona que sufre un daño inesperado».

«En una guerra siempre hay víctimas, porque luchan dos frentes contrapuestos –afirma don Vicente Cárcel–, pero no mueren por motivos de fe, ni perdonándose unos a otros. Simplemente, son caídos de guerra. En una guerra también hay personas que sufren represión política: son asesinados por motivos ideológicos (por ser comunista, por ser fascista...) Todos ellos son personas que merecen siempre el máximo respeto, porque han dado la vida por una causa que puede parecernos, o no, equivocada, pero que merecen ser recordados como héroes o como modelos a imitar por quienes siguen sus ideas. Pero ninguno de ellos tiene que ver con los mártires, puesto que el mártir de la fe es una persona que no interviene para nada en una guerra: no lleva armas, no se defiende, y no se le ataca ni se le mata por razones políticas».

Son muchos los historiadores que, abundando en las raíces de la matanza de sacerdotes y religiosos en los años que rodearon la Guerra Civil española, prefieren hablar de una auténtica persecución religiosa que comenzó antes del 36, aunque éste fuera el año más sangriento y cruel. Así, el mencionado Vicente Cárcel explica que «la persecución religiosa en España empezó mucho antes de que apareciera Franco. En España hubo mártires de la fe en octubre del año 1934, en la Revolución Comunista de Asturias. Allí no había Franco, ni Guerra Civil, sólo una acción clarísima contra todo lo que fuera la fe, el cristianismo, la Iglesia, los católicos».

Los estudios han dado como resultado que la diócesis con más mártires fue Barbastro (donde fue eliminado el 88% del clero), seguida de otras como Lérida, donde se llegó al 70%. En otras diócesis más grandes, como Madrid o Valencia, se asesinó, en cifras absolutas, a un mayor número de sacerdotes y religiosos que en las anteriores diócesis mencionadas, aunque el porcentaje fuera menor, entre el 30 y el 35%. Monseñor Antonio Montero, ararzobispo de Mérida-Badajoz, en su libro Historia de la persecución religiosa en España (ed. BAC), hoy por hoy el estudio más completo sobre el tema, afirma que existen alrededor de 7.000 casos de mártires conocidos.

Excusas para azuzar el odio

La persecución fue tan cruenta que hasta personas favorables al régimen republicano, como Salvador de Madariaga, llegaron a afirmar: «Nadie que tenga buena fe y buena información puede negar los horrores de aquella persecución: durante años, bastó únicamente el hecho de ser católico para merecer la pena de muerte, infligida a menudo en las formas más atroces».

Las excusas presentadas a la Humanidad para explicar tamañas atrocidades eran abundantes, y estaban destinadas a azuzar más y más el odio. Para monseñor Antonio Montero, «la clave del odio a la Iglesia que alentó en las turbas ingentes de la España republicana y roja estaba en la acusación, hábilmente adobada por cabecillas malévolos, de que el clero y sus adictos eran los culpables de todos los males que venían pesando inveteradamente sobre las masas humildes». Basta repasar la prensa de entonces para encontrar noticias sobre supuestas requisas de cantidades de dinero millonarias en los conventos, bulos como el de los caramelos envenenados que repartían las religiosas a los niños, o acusaciones como la del sacerdote que había querido envenear con tabaco a los soldados, o la de la comunidad entera que quer ía arrojar sobre la población civil una piedra enorme desde el campanario. Se presentaba al clero como el asesino del pueblo, encubridor y ayudante de facciosos.

¿Qué hizo la Iglesia?

Desde Roma, la Iglesia en España había recibido órdenes de acatar el nuevo régimen que se implantaba con la llegada de la Segunda República en España.

Al mismo tiempo, la nueva Constitución, recogía leyes como la disolución de las Órdenes que, «estatutariamente, impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado » –en clara alusión a los jesuitas, con su cuarto voto de obediencia al Papa–, la extinción del «presupuesto del clero», la disolución de aquellas Órdenes religiosas que, por sus actividades, constituyan un «peligro para la seguridad del Estado», y prohibía, por ejemplo, ejercer la enseñanza a las Órdenes religiosas, los cementerios católicos, o las manifestaciones públicas del culto (para llevarlas a cabo, tendr ían que autorizarlas el Gobierno). Era una Constitución claramente anticristiana de la que el primer Presidente del Gobierno republicano diría que «invitaba a la guerra civil».

La quema de conventos del año 31, según describe monseñor Antonio Montero en su libro citado, así como el odio a la Iglesia que ello comportaba, «han sido maquinados por dos fuerzas bien diferentes entre sí, aunque en España tuvieron posibles connivencias: la masonería y el comunismo. Difícil saber quién pesó más en cada caso. Los masones, desde luego, insertos en la burguesía, actuaron siempre desde arriba y con guante blanco. (...) Los comunistas, por su parte, sobre haber confesado sin rebozo su intervención en los incendios, afirmaron después del 36 su firme propósito de aniquilar la Iglesia en España. (Tenemos el deber de hacer de España una tierra de ateos militantes, diría Jesús Hernández, destacado líder del comunismo español en el congreso de los anti-Dios, celebrado en Moscú en 1937). Supuesta la capacidad de iniciativa que en este orden podían desarrollar masonería y comunismo, sólo faltaba el brazo ejecutivo responsable y anónimo que llevara a efecto el cumplimiento de los planes. Para ello contaban en España con una masa muy manejable».

La Iglesia en España era perfectamente consciente de estar viviendo esta persecución, pero no fue hasta un año después del comienzo de la guerra, el 1 de julio de 1937, cuando los obispos españoles publicaron la denominada Carta colectiva, en la que, por vez primera, se posicionaban en un bando. Para entonces, había tenido lugar la mayor parte de los martirios. En la Carta, escrita «a los obispos de todo el mundo », se explica que la Iglesia, «ajustándose a la tradición y siguiendo las normas de la Santa Sede, se puso resueltamente al lado de los poderes constituidos, con quienes se esforzó en colaborar por el bien común. Ya pesar de los repetidos agravios a personas, cosas y derechos de la Iglesia, no rompió su propósito de no alterar el régimen de concordia, tiempo atrás esta establecido ». En distintas ocasiones, a lo largo de la Carta, los obispos quieren dejar claro que la misión de la Iglesia es de reconciliación y de paz. «La Iglesia –dicen– no ha querido esta guerra, ni la buscó. Quien la acuse de haber provocado esta guerra, o de haber conspirado para ella, y aun de no haber hecho cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce o falsea la realidad».

La descripción que hacen en la Carta de la terrible persecución a los cristianos es espeluznante, y quizá impresiona más al saber que est á escrita en los mismos momentos en que está teniendo lugar: «Fue cruelísima la revolución. Las formas de asesinato se revistieron de barbarie horrenda. (...) A muchos se les han amputado los miembros, se les ha mutilado espantosamente antes de matarlos. La crueldad máxima se ha ejercido en los ministros de Dios». Yasimismo escribieron: «El odio a Jesucristo y a la Virgen ha llegado al paroxismo, en los centenares de crucifijos acuchillados, en las imágenes de la Virgen bestialmente profanadas, en los pasquines de Bilbao en que se blasfemeba sacrílegamente de la Madre de Dios. (...) Tenía jurado vengarme de ti, le decía uno al Señor encerrado en el Sagrario, y encañonando la pistola disparó contra Él, diciendo: Ríndete a los rojos, ríndete al marxismo».

Acerca de esto último, don Vicente Cárcel Ortí ha explicado para Alfa y Omega que, ciertamente, «la Iglesia no apoyó jamás la sublevación, eso es históricamente falso. No hay ningún documento histórico que pruebe o demuestre que la Iglesia haya participado en un golpe militar, alzamiento o como se le quiera llamar». Y continúa: «La Iglesia apoya después a uno de los dos bandos, eso es cierto. Pero ¿por qué? Cuando la Iglesia apoya al bando nacional es un año después del comienzo de la guerra, y para entonces ha perdido ya casi a 10.000 mártires, en su mayoría sacerdotes y religiosos. Con la Carta colectiva es cuando la Iglesia decide actuar. Se pregunta: ¿En qué bando me sitúo, en el que me persigue? Lógicamente me pongo en el que me va a salvar, o proteger. Para entonces ni siquiera sabía lo que iba a pasar después, quedaban dos años de guerra y no sabían quién la iba a ganar, ni sabían que después llegarían 40 años del Régimen de Franco. La Iglesia sólo hizo lo que haría cualquier persona sensata. Es más, el Vaticano no reconoció el Estado español de Franco hasta dos años después de comenzada la guerra, en el mes de julio del 38, en aquellos momentos ya se veía que la República no podía tener continuidad y que tenían perdida la guerra».

El reconocimiento del martirio

Tanto Pío XII como Pablo VI creyeron oportuno no hacer una beatificación en seguida, para evitar abrir heridas, recordar hechos tan dolorosos que empañaran y dificultaran la superaci ón de la tragedia de la guerra, que el pueblo español debía ir aceptando poco a poco. De esta manera, el Papa Pablo VI determinó que, para celebrar las beatificaciones de los mártires de la persecución religiosa en España, deberían darse dos condiciones fundamentales: por un lado, que hubieran pasado cincuenta años, y que España tuviera una situación política democrática normal, con una Constitución aprobada por el pueblo. Estas dos circunstancias se dieron ya en el pontificado de Juan Pablo II, precisamente en el año 1986, año de la publicación de la Instrucción Constructores de la paz, con el que comenzamos este reportaje.

Fuente: alfayomega.es  |  Autor: A. Llamas Palacios  |  Fecha: 12/04/07

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